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Apelaciones a la naturaleza 2025-02-27

Apelaciones a la naturaleza

Acababa de escribir el primer borrador sobre mi columna en el Diario Vasco, del 28 de febrero de 2025. Cuando, al tratar de confirmar algunos datos, la Inteligencia Artificial —Copilot de Microsoft— me sugirió que mirase lo que era el «argumentum ad naturam».
Lo miré y quedé horrorizado y fascinado. Horrorizado, pues creía que estaba siendo muy original, descubriendo que la apelación a lo natural era una maniobra publicitaria sin ningún sentido, cuando me di cuenta de que se trataba de una discusión antigua. Tan antigua como la cultura griega clásica. Me sentí como un idiota desconocedor de casi todo; lo que es verdad. Pero que sea verdad no deja de ser doloroso.
Otro sentimiento fue el de rabia: ¿Cómo es posible que algo de lo que se ha hablado durante milenios y se ha demostrado falso miles de veces siga usándose como argumento publicitario? Y lo que es más grave: ¿Cómo es que la gente se lo trague?
Recuerdo que hace unos años, fui a Mercadona y compré un producto que se decía «quemagrasas». No creo demasiado en esas cosas, pero quise probarlo. Tengo que aclarar que estoy un «poco» obeso (peso 108 kg). La señora que iba detrás me dijo algo así cómo: «¿lo ha probado usted? ¿Será muy bueno porque es natural?». ¿Natural? Eran cápsulas en un blíster con una caja de colorines. ¿Natural?
Me volví y le dije en un tono que pretendió ser amable: Sí, sí. Señora, lleva usted razón, tiene que ser bueno, pues es natural como el estramonio o el cáncer. Me miró y me dio las gracias.
Mi columna comenzaba:

«Estoy harto de que identifique lo natural con lo bueno y lo artificial con lo malo. Unos ejemplos, el cianuro lo producen muchísimas plantas, algunas tan populares como las semillas de manzana, almendras, melocotones o ciruelas. Y, sin embargo, 70 mg te matan. Así que lo natural mata. En cambio, cosas tan artificiales como la vacuna contra la viruela han salvado cientos de millones de vidas.»
Aquí me entraron ganas de hablar de la «La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna», dirigida por Balmis. Algo que siento como uno de los mayores logros de esta tan vilipendiada y denostada España y de la que me siento orgulloso. Pero 1478 caracteres no dan para nada.
Mi columna continuaba:
«Hay cosas naturales buenas y las hay malas, al igual que hay cosas artificiales buenas y las hay malas. Apelar a lo natural no es garantía de nada. De hecho, la civilización ha sido, en gran medida, una lucha por transformar lo natural y hacerlo beneficioso para nosotros. A veces hemos acertado y otras nos hemos equivocado.»

Ciertamente, en mi columna, de la última página, del diario, tan solo me dan 1478 caracteres. Cualquiera que haya intentado describir algo con ese número de caracteres se dará cuenta de que es una labor faraónica. Casi no se puede ni explicar el título. Para mí es horrible. Cada semana sufro mi incapacidad para explicar y matizar. Estoy pensando en dimitir y que lo escriba otro. No sé cómo explicar algo sin que la falta de argumentación no me haga parecer dogmático y que digo las cosas sin base, sin argumentaciones, sin casi nada.

La columna continuaba:

«Acabo de ver «magdalenas 100% naturales». Veamos. Están hechas de harina. La harina es un producto artificial, ya que hay que moler el grano. Pero, consideremos los granos. El trigo de hace diez mil años era ridículo. Una espiga minúscula con tan solo ocho granos. Hoy en día, las espigas son decenas de veces más grandes y contienen muchos más granos, gracias a la selección artificial. El trigo actual es artificial. Lo mismo ocurre con el azúcar que contienen: proviene de complejos procesos artificiales, e incluso la remolacha, de la que proviene una gran parte, es producto de una selección artificial. Y después hablemos del horneado, ¿hornear es natural?… no puedo continuar, se me acabó el espacio.»
Y así acababa mi columna. No obstante, lo que hubiera querido seguir diciendo era algo similar a esto:
Hornear no es natural. Probablemente, sea el mayor descubrimiento de la humanidad. Nuestro cerebro es una cosa aberrante. Me explico. La naturaleza, o digamos «la Evolución», optimiza los recursos. Logra auténticas maravillas. Por ejemplo, que unos cerebros de dos gramos de peso, como son los del Charrán ártico, sean capaces de orientarse en una migración de decenas de miles de kilómetros, que sean capaces para saber dónde parar para adquirir energía, etc., etc.
La evolución optimiza recursos. Procura hacer lo máximo con el menor consumo energético.
Y resulta que nuestro cerebro, que en sus orígenes no parecía una gran cosa, gastase en 25% de la energía el cuerpo. Lo coherente hubiera sido que la evolución hubiera coartado la evolución de un cerebro que consume una barbaridad de energía, para obtener una minúscula ventaja competitiva. Pero surgió la sorpresa, lo inesperado, lo asombroso. A algunos homínidos se les ocurrió cocinar. Por favor, consideren «cocinar» en un sentido muy amplio. Machacar huesos para extraer su médula es cocinar. Golpear nueces con una piedra para extraer lo que hay en el interior es cocinar. Y, por fin, asar tanto productos cárnicos como vegetales, permitió sacar mucha más energía de esos asados que sin asar. El descubrimiento de la cocina nos dotó de un exceso de energía que pudimos dedicar a… ¡Tachín! A hacer crecer nuestro cerebro. Y así, nuestro cerebro, extraño y aberrante, logró crecer. Había energía. La cocina nos dotó de un exceso de calorías que nos permitían despilfarrar. Y despilfarramos en muchas cosas, pero, quizá la más importante fue en desarrollar un lenguaje.
El lenguaje se escapa de la genética. Sin duda fue un accidente. Al aparecer el lenguaje también hizo la cultura y la cultura fue capaz de transcender a la evolución biológica. La cultura empezó a tener una evolución por libre, hasta cierto punto separada de los genes. De repente, la optimización energética de la evolución quedaba subordinada a la evolución de la cultura. A partir de ese momento cultura y biología se enredaron. Se enredaron como ramas de hiedra. La biología podía establecer unos límites que eran atacados por la cultura. La cultura podía establecer límites que eran contrarios a la biología. Ninguno ganaba. Cultura y biología se mezclaban. La antigua duda de si los humanos nacemos o nos criamos, era absurda. Los humanos nacemos con una enorme capacidad para aprender cuando nos criamos. No hay diferencia. Somos las dos cosas. Somos biológicos y culturales. A veces triunfa lo biológico. Otras veces triunfa lo cultural.
Pero no creamos que cultura y biología son hechos completamente separados. No lo son. Un ejemplo. Hay una gran sequía. Muchos humanos (no me atrevo a decir hombres para no sufrir los escarnios de las femidogmáticas). Algunos toleran mejor que otros la lactosa. Así somos los humanos, unos soportamos la lactosa, otros no lo hacemos. A unos nos gusta el olor de la jacaranda y a otros (entre los que me encuentro) nos huele a pis de gato.
PERO vayamos al pasado. Tal vez a aquellas tribus del Asia Central que domesticaron los caballos (y, obviamente, las yeguas), hubo una sequía. Sí, aunque les pese a los Cambiáticos Climáticos, las sequías no son culpa del machismo heterosexual homófobo y antifeminista (y tal vez francopantano). Ocurren. Las sequías han ocurrido desde siempre. Y no hace falta ser machista para que ocurran.
En aquellas poblaciones había una diversidad genética. Unos toleraban mejor la lactosa y otros la toleraban peor. No había agua. Las personas se morían de sed. A todos se les ocurrió que beber la leche las yeguas (o de las vacas) les saciaría. Les calmaría la sensación de sed. Tanto unos como otros bebieron de las ubres de las yeguas (o de las vacas). Los que tenían genes de intolerancia a la lactosa, al beber de las ubres de yeguas o vacas, se sintieron mal, enfermaron, vomitaron, y, probablemente, murieron de sed. Los que tenían genes a los que lactosa no les enfermaba demasiado pudieron beber. Lo pasaron muy mal. Pero sobrevivieron. De repente, un hecho cultural como el beber leche de bóvidos, se convierte en biológico. Biología y cultura se entremezclan. Biología y cultura se entremezclan. La cultura no es ajena a la bilogía.
Cultura y bilogía son dos caras de la misma moneda.


Enviado por flexarorion a las 07:04 | 0 Comentarios | Enlace


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